miércoles, abril 25

1. PABLO

Pablo abrió la puerta trasera del Audi plateado. En el interior, Ingrid, sin el menor asomo de pudor, aspiraba pólvora blanca de un pequeño frasquito. Terminó la operación, guardó el frasco en su diminuta bolsa de lentejuelas y bajó del auto con tranquilidad mientras sacudía de su inmaculado rostro de virgen renacentista los posibles restos del polvo cósmico.

Mientras Pablo cerraba la puerta, Ingrid se alisó el brevísimo vestido blanco que resaltaba al máximo su cuerpo absolutamente perfecto. Miró su carísimo reloj TagHeuer Microtimer White Alligator. Eran las diez en punto.

–Voy a estar en la suite tres, Pablo. Ya sabes, si a las doce no te hablo o bajo, me llamas al celular. Si no te contesto y te digo la clave, entras.

Pablo asintió. Conocía perfectamente la rutina, pero a Ingrid le gustaba repetir las instrucciones cada noche: Pablo tenía que llamarle a las doce para cerciorarse de que ella estuviera bien; si ella no contestaba o le llamaba Juan, quería decir que las cosas no estaban del todo bien y entonces Pablo tenía que entrar a la habitación y rescatarla al precio que fuera. En caso de que ella le comunicara que se encontraba bien, repetirían la rutina cada hora hasta que el servicio terminara. Afortunadamente en los siete meses que llevaba trabajando con ella, nunca había sido necesario recurrir a medidas extremas. Y Pablo esperaba de todo corazón que esa noche no fuera la excepción, porque la pelea con el Escorpión Dorado le había dejado como saldo la espalda y la pierna izquierda seriamente adoloridas.

Ingrid le regaló una celestial sonrisa y comenzó a caminar hacia la puerta del exclusivo hotel. Él se recargó sobre el Audi y miró el apoteósico trasero de su jefa mecerse cadenciosamente. Le resultaba totalmente comprensible que un hombre rico pagara cantidades exorbitantes por estar con ella unas horas. Si él fuera millonario sin lugar a dudas lo haría. Frecuentemente. Pero faltaba mucho para que lo fuera. Tres o cuatro vidas, por lo menos. Así que por lo pronto lo único que podía hacer era estar agradecido por tener un empleo bien remunerado y que le permitía estar cerca de una mujer como Ingrid. Y lo único que requería era que permaneciera despierto y alerta toda la noche.

Por eso Pablo no se metía al auto; para no adormilarse. Prefería pasar el tiempo recargado contra el vehículo repasando en la pantalla de su cabeza todas sus peleas. Las veía una y otra vez analizando cada detalle, cada error, cada acierto. Y estaba seguro de que eso eventualmente lo convertiría en un mejor luchador.
Pero esa noche sólo le alcanzó para recordar una sola caída de la pelea contra el Terror Negro. A las diez y media sonó el celular. Era Ingrid. Estaba llorando.

–Pablo, esto ya se jodió. Necesito que me ayudes.

Pablo tragó saliva: Ingrid no lloraba fácilmente y era muy mesurada en sus expresiones. No había razón para no creer que en realidad eso ya se había jodido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está muy bueno. Síganle.