miércoles, julio 11

26. KLIT

Antes de sentir que la vista le hervía por el gas lacrimógeno, el oficial alcanzó a ver una vulva bien depilada de la que salía un tubo metálico.

El grito del oficial fue primigenio. Empezó a darse de topes contra la pared, a convulsionarse. A buscarla a mantazos. Klit aprovechó y corrió por el pasillo. Se abrió la puerta de servicio y la esperaba el hombre de facciones angulosas.

—Sígueme.

Ella obedeció. La condujo por escaleras que llevaban a otros pasillos y finalmente, una puerta que se abría hacia las oficinas de la policía. Llenas de papeles caóticos, máquinas de escribir viejas, olor a orina, hombres barrigones que la miraban con lascivia y que saludaban con un ademán del brazo al hombre de las facciones angulosas.

Salieron a la calle y subieron a una Hummer. Ella en el asiento trasero, el sujeto flaco en el volante. Arrancaron y se perdieron por las calles, que a cada momento se hacían más repetitivas: un profundo sueño se apoderó de ella, y aunque sentía que no debía dormirse porque no sabía a dónde se dirigía ni tenía una clara idea de qué podría querer el Conde de ella, aún así los párpados le pesaban.

Por un instante, soñó que Jonás la perdonaba con un beso. Luego él se perdió entre las sombras con un grito aterrador.

lunes, julio 9

25. DEMÓSTENES

–Mierda. Mierda. Mierda –recitaba Demóstenes como mantra mientras veía que el Hummer azul se iba haciendo grande en su espejo retrovisor.

Eran ellos, no le quedaba la menor duda. Seguro habían descubierto el cuerpo de Marla. Veía los rostros encabronados a través del parabrisas.

Sus opciones eran muy limitadas. Uno: podía buscar una patrulla y pedir auxilio. Eso lo salvaría de una muerte dolorosa, pero lo condenaría a una vida de prisión. Dos: podía detener el auto e intentar negociar con sus perseguidores y morir dolorosamente. Tres: podía tratar de escapar y arriesgarse a: uno, chocar y morir dolorosamente; dos, ser atrapado por los guaruras y morir dolorosamente o, tres; ser atrapado por la policía y pasar el resto de su vida en prisión. Claro que también podía suceder que lograra escapar y entonces el riesgo habría valido la pena.

Aceleró a fondo. No porque hubiera decidido tomar esa alternativa, sino porque estaba demasiado asustado como para pensar en cuáles eran sus posibilidades. No era muy hábil conduciendo pero el auto era potente así que rápidamente el Hummer volvió a hacerse pequeño en el espejo. Se encontraba en las serpenteantes calles de la Lomas. Pensaba que su única oportunidad era perderlos en ese laberinto, así que con tanta fluidez como se lo permitía su poca pericia doblaba en cada esquina.

En más de una ocasión estuvo a punto de perder el control del automóvil, pero finalmente logró recorrer tres calles seguidas sin que los guaruras aparecieran en el retrovisor. Se estacionó entonces frente a una casa, bajó del auto y echó a correr. Pensaba que sólo a pie podría escapar. Pero justo cuando iba a dar vuelta a la manzana descubrió el Hummer acercándose a toda velocidad. Lo habían visto. Estaba jodido. Trató de pensar cuáles eran sus opciones. Aparentemente no tenía ninguna. Así que instinitivamente corrió hacía una de las mansiones y comenzó a escalar el muro de piedra que separaba la calle de la casa. Justo cuando llegó a la parte superior del muro y se dejó caer hacia el interior del jardín escuchó el rechinido de llantas de Hummer que se detenía afuera.

Demóstenes cayó en el pasto dándose un fuerte golpe. Cuando levantó la vista se encontró con un hombre de aspecto insignificante. Lo franqueaban dos gorilas de aspecto terrible y una mujer extremadamente pálida y alta que dijo con voz nasal:

–Mira, Conde, están cayendo putitos del cielo.

martes, junio 26

24. PABLO

Llevaban horas encerrados en esa habitación sellada. Sólo entraba la luz polvosa de la tarde desde una ventanita a tres metros del suelo. No estaban amarrados. Simplemente los arrojaron y cerraron la puerta. Por una rendija debajo de la puerta les pasaron botellitas de Bonafont. Les advirtieron:

—Si cuando abrimos la puerta no tienen puesta la máscara de luchadores los matamos, putos.

Había una colchoneta en el piso, ocupada por Ingrid que no dejaba de mentar madres (“Pinchecondemamónijodesuputamdre”). Había un retrete en una esquina: al menos tenía agua. Quizá el único momento que tranquilizó a Ingrid fue cuando Pablo se dispuso a orinar.

—No te hagas el pudoroso, Pablo —dijo ella—. Como si no hubiera ya visto demasiados pitos en mi vida. Y el tuyo no está nada feo, déjame decirte.

Eso sonrojó a Pablo, que agradeció tener puesta la máscara. Ingrid, en cambio, no tuvo ningún pudor al usar el retrete: se bajó la tanga y se sentó.

—¿De qué lo conoces?
—¿Al Conde? Me quería padrotear. No me dejé. Es el típico pervertido-impotente. De los que me piden que le rompa el culo con el puño y que les haga cosas sucias. No sé… No estamos amarrados. Está tan loco que seguro hay cámaras escondidas y está esperando que me violes para filmarnos. Y luego, claro, nos va a matar.
—Igual que mató al del hotel.
—De hecho ¿sabes qué? —dijo mientras se quitaba la máscara y se acomodaba de nuevo el cabello y volvía a dejar al descubierto su rostro de diosa—. Mejor me la quito. Si de todas formas me va a matar. Quítatela también, Pablo. Vamos a ponernos cómodos.

Pablo tuvo la impresión de que ella le miraba la entrepierna. Se quitó la máscara.

—¿Y por qué traías estas máscaras?
—Se las iba a regalar a un niño.
—¿Tienes hijos?
—No, no... es el hijo de una mesera que conozco.
—Y ella te gusta. ¿Y luego?
—Tiene novio. Un judicial.
—Ah, uno de esos... —y el coqueto dedito índice de Ingrid empezó a caminar por el pantalón de Pablo—. Me dan ternurita. Se sienten hombres. Pero los hombres de verdad son de otra especie —y lo miró a los ojos.
—¿Quién era Giovanna?
—Era su amante... y al mismo tiempo su hermana. Eran mellizos. Un pedo muy enfermo. Una vez en una fiesta él se disfrazó de ella y ella de él. Lo hacían a veces. No se lo decían a nadie. Como un juego. Ya ves ese pedo de los mellizos. Luego no sé qué pasó, estaban todos drogados y le dispararon a la hermana y la mataron. Y el Conde, vestido de su hermana, lo vio todo y siguió fingiendo que lo habían matado. Pero el pedo es que la hermana y yo no nos llevábamos. Pinche perra. Yo mejor me fui y no quise saber mucho de nada.

Ingrid se levantó y se estiró como una leona.

—¿Sabes? Creo que hay algo que me gustaría hacer mucho antes de morir.

jueves, junio 21

23. KLIT

Klit se sentó frente al oficial. Sentía el frío metal en su interior. Y la invadía una ola de excitación, en parte por el objeto extraño incrustado en la más extraña de sus partes corporales, en parte por la delicada tarea que tenía que llevar a cabo.

Como le sugirió la Guajira, se había desaparecido por un par de semanas. Había ido a casa de una prima en Mérida. Desde ahí monitoreó la situación con cautela. Según los informes de la Guajira el día de la fiesta había corrido tal cantidad de droga que prácticamente cualquiera habría podido matar al Conde sin darse cuenta. Claro que no todos habían tenido el arma homicida en las manos, pensaba Klit con el corazón hecho muégano. El Conde era padrote, traficante, matón, adicto, pornógrafo y cruel hasta la madre. Pero con ella siempre había sido amable y caballeroso. Nunca supo por qué. Lo conoció en una de las apoteósicas fiestas que organizaba frecuentemente en su mansión. Klit, la Guajira y el Ramiritos íban invitados por los Cacharros, un grupo de Samba/Thrash Metal al que le habían diseñado la portada del CD subterráneo que grabaron y algunos carteles. Los Cacharros se habían vuelto súbita e inexplicablemente muy famosos y por ende susceptibles de ser invitados a las fiestas del Conde. En agradecimiento, los músicos invitaron a su vez a los diseñadores. En la fiesta Klit hizo algún comentario gracioso que hizo gracia al Conde y éste adoptó a los tres diseñadores como parte de su círculo de forajidos y despatriados.

Lo más extraño de todo el numerito del asesinato del Conde era que el cadáver había desaparecido. Tras la conmoción de los disparos y el cuerpo sangrante del capo, todos los invitados habían escapado de la mansión tan rápido como se los permitían sus cuerpos repletos de enervantes. Según las crónicas cuando llegó la policía no había ningún cadáver que reportar. Por ende no se hizo ninguna investigación.

Klit se acarició el cuello seductoramente y miró al oficial con una sonrisa pícara encajada en el rostro.

–Como que hace mucho calor aquí, ¿no, oficial?

El oficial la miró desconcertado pero con libidinosidad.

Klit deslizó cadenciosamente su mano hacia abajo. El oficial se inclinó ligeramente para que la mesa no le tapara la visibilidad. Klit metió la mano bajo la falda. El oficial se inclinó un poco más. Klit sintió el objeto duro, frío y metálico. Muy despacito lo fue sacando.

miércoles, junio 13

22. DEMÓSTENES

No era chistoso ir por la ciudad con una vieja camiseta fuscia apretada y unas chanclas de playa que con el roce iban esculpiendo una llaga en cada pie. Y era menos gracioso llevar unos pants color azul cielo a la pantorrilla, rotos por la parte de atrás, de forma que dejaban ver tus nalgas adoloridas.

Pero nadie te hubiera quitado el gusto de ir manejando un A8 a toda velocidad mientras te perseguía una Hummer por el segundo piso del Periférico…

Demóstenes había salido del cuarto tambaleándose. Nadie en el pasillo. Nadie en las escaleras. Nadie en el vestíbulo. Una estatua de mármol le asustó de repente: creyó que era una persona. Caminó con naturalidad: vestido como venía nadie podría pensar que se atrevería a escapar. Así que entró en la cocina con una idea fija: pasarse a la zona de la servidumbre para conseguir las llaves.

Nadie en la cocina. Abrió una puerta: daba a una alacena enorme. Escuchó pasos. Se metió en la alacena. Rodeado de latería y embutidos colgantes, escuchó que alguien entraba, servía agua en un vaso. O eso sonaba, en realidad quien fuera podría estar orinando. Aunque no, no era lógico. ¿Por qué siempre pienso en estupideces?, se preguntó Demóstenes. Y más en una situación como esta. Los pasos se alejaban. Demóstenes se animó a salir. Abrió la puerta y frente a él estaba Ray, el gorila que cuidaba de Marla.

Al verlo, Ray abrió mucho los ojos. Silencio. Demóstenes tragó saliva, sintió que los testículos se le salían por las orejas. Entonces, Ray comenzó a reír, una carcajada larga, estentórea, descontrolada.

—Jijiji, jajajajaja, jojojo. P-perdóneme, perdóneme, pero ¡mpffjajajajajaja! —y hasta parecía apenado por reírse.

Volteando a ninguna parte para pedir una explicación por la risa, se topó con su propio reflejo en el horno de microondas: no contenta con amarrarlo, Marla lo había maquillado y loe dejó hecho una drag queen. Hija de puta. A ver si sí se murió la muy perra. Como sea, Ray no dejaba de reírse, así que aprovechó la confusión.

—Ray… Marla me dijo que me dieras las llaves del A8. Me la llevo de reven.
—Perdón joven, perdón. Jijiji. No sabía que usté fuea puto o como se dicen ustedes, gay.
—¿Cómo dijo?
—Perdóneme. No le vaya a decir a la patrona.
—Dame las llaves.
—Jujujujú. Aquí están —y se las sacó del bolsillo.

Las tomó y salió a la cochera. Ahora sí. Apertura automática. Encendido electrónico. Silencioso. Potente. Y un pequeño detalle: la puerta de la cochera estaba cerrada. Pero no terminó de pensarlo cuando ya se abría. Entonces a su derecha notó movimiento: Marla, con la boca sangrante, furiosa, desmadejada, corría hacia él seguida de un muy apurado Ray.

Era momento de acelerar. Y alguna orden debió de dar Marla porque las puertas empezaron a cerrarse. Pisó a fondo. El A8 salió volando de la casa, justo a tiempo antes de que las puertas cerraran detrás de él; derrapó, casi choca con otro coche que pasaba.

Avanzó calles abajo y entonces al pasar una curva, vio que la Hummer lo estaba siguiendo.

lunes, junio 11

21. JONÁS

Pasaba del mediodía cuando llegué. En un principio pensé en tomar un taxi, pero después me di cuenta de que no tenía ninguna prisa. Podía caminar. Así lo hice. Tardé más de seis horas en atravesar la ciudad. Estaba tan cansado que tuve que detenerme frecuentemente. De vez en cuando disparaba la cámara, sólo para tener de qué acordarme cuando intentara en el futuro reconstruir esa odisea.

La vecindad estaba igualita. Más deteriorada, pero igual de deprimente. Sentí un vacío hondo en el estómago. Una arcada de recuerdos más bien dolorosos me reptó por el esófago. Creí que íban a saltar al exterior convertidos en una catarata de vómito o en un torrente de lágrimas, pero nada ocurrió. Dudé. Pensé en la beca, en el dulce aroma del éxito, en el dinero, en que no era tarde para regresar, dejar toda la mierda atrás y tirar para adelante, largarme a Europa y convertirme en lo que siempre quise ser. En lo que siempre debí ser. Pero no me engañaba. Esa vida no era la mía. Por más que lo aparentara, por más que ganara becas y premios, por más que me codeara con artistas en intelectuales. Mi vida era esta; una vecindad hedionda en una colonia apestosa de la Ciudad de México. Mi vida era en gran medida, los especímenes que habitaban ese lugar. Mi vida, a pesar de todo y de tan diversas formas, eras tú.

Caminé firmemente pero sin prisa hasta la casa número 23. No había la menor posibilidad de que después de tantos años aún vivieras ahí, menos después de todo lo que pasó. Pero algo me hacía pensar que ahí estabas esperándome detrás de la puerta como tantas otras veces antes. Toqué como siempre lo hacía, con dos golpes largos y fuertes seguidos de tres breves. La puerta se abrió y súbitamente ahí estabas, majestuosa como una reina en su castillo decrépito,
imponente como una diosa en su templo en ruinas. Me mirabas atónita con esos ojos azules que parecían poder tragarse el mismo infierno.

–Jonás –dijiste al fin con una voz lenta, cansada.
–Hola, Dany –respondí.

Me di cuenta de que estaba sonriendo.



martes, junio 5

20.KLIT

Con la lata de lacrimógeno en en las manos —un gas casi menos picante que el olor de la mierda en esos baños—, Klit se quedó inmóvil. El hombre de la cara angulosa repentinamente le pareció conocido. Pero de dónde. ¡Y el El Conde…! Las fotos de la niña golpeada. Todo debía de tratarse de una equivocación. O de una las retorcidas bromas del Conde. ¿Qué no estaba muerto? Un espejo ennegrecido le devolvió su imagen descompuesta. Meneó la cabeza. Tomó la lata y se apuntó.

—¡Ffffffffff! —fingió dispararle a su reflejo.

Su risa seguía siendo hermosa. Entonces se preguntó qué hacía con una lata de lacrimógeno en las manos.

Se pregunta qué hace con una pistola en las manos. De dónde viene ese olor que la excita tanto. Se trata del olor de la pólvora, pero ella imagina que es olor de semen. Pero ese olor a esperma no explica la pistola en las manos ni menos explica al hombre tirado con tres balazos, sobre el que se arroja un hombre vestido de mujer. No lo entiende porque todo es maravillosamente perfecto y armonioso.

—¡Corre, pendeja! —es la voz estereofónica de la Guajira que la empuja hacia la salida.

Ella no entiende, pero se deja llevar. Algo en su conciencia le recuerda que su cerebro está nadando en sustancias que no deben combinarse y que eso de nadar así es lindo: todo es muy colorido y tiene significados ocultos y la gravedad es una ley que puede ser derogada. Por eso se detiene en seco y le espeta a la Guajira una verdad universal que acaba de descubrir:

—¿Qué es la muerte sino una vida menos complicada?

Pero nadie le entiende eso, porque lo que le sale es algo parecido a un silbido o a un eructo acallado.

Es al día siguiente, ya muy avanzada la tarde, cuando despierta despatarrada en el sofá de su departamento, que le sobreviene un acceso de náusea.

—¡Putamadre! ¡Mate al Conde! ¡Putamadre! —grita por su celular a la Guajira— ¡Lo maté! ¡Lo maté! —histérica.
—No lo mataste. Nadie te vio.
—Pero la pistola…
—Lo soñaste.
—¡No mames, Guaji! Eso no fue un sueño… ¡No me cuelgues!

Diez minutos después, la Guajira está con ella. Y le dice más o menos lo mismo. “No lo mataste. Y en todo caso, si acaso lo mataste vas a decir que no lo mataste.” En otras palabras: mientras no te busque la policía o los esbirros del Conde, todo está bien, pero lo mejor que puedes hacer es irte a Mazunte unos meses, o a Playa, o a la chingada, no vaya a ser.

El hecho es que no podía salir así con la lata de lacrimógeno en las manos. No tenía dónde esconderla. Su blusa era demasiado entallada. El escote no dejaba espacio para nada que no fueran sus senos copa 34-C. Entonces se miró la falda. La lata era de unos tres centímetros de circunferencia por unos diez centímetros de largo: nada que no le cupiera.

Así que regresó al retrete, se quitó la tanga, lamió la lata hasta dejarla bien ensalivada y lentamente se introdujo la latita en su bien depilada “gatita”. Puso mucha atención de que el pivote quedara hacia afuera, y rezando porque no se le disparara. La lata estaba helada. No pudo reprimir un gemido largo. Placentero.

Se levantó y apretó los músculos. Caminó el pasillo en penumbras que de momento le pareció más largo. Abrió la puerta y regresó al cubículo del interrogatorio.

—¿Continuamos, señorita Susana Díaz Oropeza? Tome asiento.

Ella se sentó. Silenciosa. Obediente. Y caliente.

sábado, junio 2

19. DEMÓSTENES

Marla tomó un alfiler del cojincito y miró lascivamente el órgano fornicador de Demóstenes, que absurda y traicioneramente insistía en mantenerse marcialmente erecto a pesar de la evidente congoja que la cercanía del objeto punzodesangrante causaba al resto del cuerpo.

Fue instintivo. Cuando Marla acercó su mano derecha a la zona genital, la mano izquierda de Demóstenes, repentinamente liberada de sus ataduras, se crispó en un puño indefectible y haciendo gran alarde de violencia se estrelló en el rostro aún sonriente de Marla, quien sin mediar interjección alguna fue a dar al piso provocando un golpe seco.

–Mil perdones, Marla –se disculpó él asombrado del inesperado efecto del puñetazo–. No era mi intención.

Pero la mujer no respondió, seguía en el piso en completo silencio. Desde donde estaba, Demóstenes no podía verla así que no sabía si en realidad estaba insconsciente, si estaba haciendo un berrinche o si sólo estaba bromeando. De cualquier manera lo recomendable era liberar el resto de sus extremidades de las ataduras que lo aprisionaban. Le costó trabajo hacerlo ya que sus manos sudaban copiosamente. Cuando pudo incorporarse, Demóstenes se dio cuenta de que se sentía sumamente mareado y que además del culo le dolía casi todo el cuerpo de muchas y muy novedosas maneras. Con dificultad se puso de pie y se acercó al lugar donde había caído Marla. Tenía los ojos cerrados y un delgado hilo de sangre trazaba una improbable línea recta desde la comisura de sus labios hasta el cuello. Demóstenes se arrodilló junto a ella.

–Marla, ¿estás bien?

Ella no respondió. Demóstenes le tocó el cuello buscando el pulso. No lo encontró. Pero eso no era garantía de nada: no sabía detectarlo y estaba demasiado nervioso y aturdido como para poder percibir algo tan sutil. Pensó en pedir ayuda, pero recordó el gorila que lo había recibido el día anterior y sólo de pensar en lo que sería capaz de hacerle si veía a Marla ahí tirada le hizo desistir. Pero tal vez ella estaba en peligro y no podía dejarla ahí. Tenía que mantener la calma y actuar rápidamente. Lo primero era vestirse.

Buscó su ropa entre todas las prendas que había tiradas alrededor de la cama, pero no encontró nada. Desconcertado y desesperado buscó por todos lados, pero fue inútil: seguramente Marla la había escondido para hacerle más difícil su escapatoria. Demóstenes maldijo el día que conoció a esa mujer. Abrió las puertas del enorme clóset que se encontraba frente a la cama. Había muchísima ropa, pero sería difícil encontrar algo que le quedara. Frenéticamente buscó algo que diera la talla. Finalmente se puso una vieja camiseta fuscia que le apretaba, unos pants color azul cielo que le llegaban a la pantorrilla y unas chanclas de playa que le lastimaban.

Se arrodilló nuevamente junto a Marla e intentó despertarla. No reaccionó. Probablemente estaba muerta.

18. JONÁS

Si yo buscaba un lugar dónde pasar la noche y tomando fotos idiotas —y extasiándome ante la belleza fácil de un atardecer—, era porque en realidad estaba evadiendo regresar al lugar obvio: mi departamento. Debo decirlo brutalmente: estoy huyendo.

Ahora mismo escribo en este cuaderno que tal vez luego te envíe junto con las fotos. Tal vez no. Y estoy a punto de ceder a la ironía fácil: si lo estás leyendo es porque al final me animé a enviártelo. Pero entonces será porque tal vez ya esté muerto.

Qué dramático estoy. Al final no creo que me atreva a saltar de un edificio o a tomar cianuro. Lo más probable es que siga escondiéndome. Con otro nombre, con otra circunstancia. Quizá me oculte a la vista de todos.

Así que esa noche no dormí. Caminé por la ciudad nocturna. Vi travestís más hermosos que tú mostrando sus senos artificiales. Vi niños dormidos en una alcantarilla. Vi a un oficinista llorar dentro de su automóvil. Vi a una mujer hermosa vomitar en unos arbustos. Vi la luz de tu departamento encendida. Vi sombras en el techo. Vi luego la luz azul de la televisión encendida. Vi mi propio reflejo ajado en un espejo roto y abandonado. Vi a un hombre y a una mujer enmascarados subir de prisa a un automóvil y arrancar como si en ello se les fuera la vida. Vi el amanecer y era como aquel atardecer pero invertido. Ya no quise tomarle fotos.

Tomé las llaves de mi departamento y las aventé en una coladera. Luego tomé un respiro. Y empecé a reír. Una amarga risa derrotada. Pero ya sabía a dónde tenía que dirigirme ahora.

viernes, junio 1

17. PABLO

Pablo miraba su rostro enmascarado en el espejo retrovisor. Estaba orgulloso de sí mismo: siempre había pensado que en una situación de peligro él tendría la sangre fría para sobreponerse al miedo y salir victorioso. Pero esa noche se había lucido. La hazaña recién lograda seguramente le valdría por lo menos un acostón con Ingrid. Recompensa nada despreciable.

Tras unos minutos decidió quitarse la máscara, pero justo cuando la tenía apresada de los bordes listo para liberar el rostro, una camioneta Ram blanca saltó de la nada y se le atravesó en el camino. Pablo frenó bruscamente deteniendo el auto a apenas unos centímetros de la camioneta. Metió reversa y se dispuso a escapar hacia atrás pero en cuanto volvió la cabeza se dio cuenta de que una camioneta blanca idéntica a la anterior les había bloqueado la retaguardia.

–¡Corre, Ingrid! –gritó consciente de que las piernas eran ya su único medio de escape.

Abrieron las respectivas puertas pero ni siquiera pudieron salir del auto: siete u ocho hombres uniformados con overoles azules los rodeaban apuntándolos con armas de diversos calibres. Pablo e Ingrid levantaron las manos simultáneamente.

De una de las camionetas bajó lentamente un hombre de aspecto insignificante: bajo, delgado, cabello negro en franca retirada, unos cuarenta años. Pablo se dio cuenta de que en el costado de la camioneta había un gran letrero de colores que anunciaba Lavarapid.

El hombre insignificante se acercó y los miró con gesto cansado, aburrido.

–Traen máscaras –dijo con voz suave, melosa–. Como en las películas.

Después se dio media vuelta y caminó de regreso a la camioneta.

–Súbanlos a la otra y llévenlos a la bodega –ordenó.

Cuatro de los hombres de overol azul bajaron las armas y extrajeron a Pablo e Ingrid del auto. Ninguno de los dos ofreció resistencia.

–¡Conde! –gritó Ingrid.

El hombre insignificante se detuvo, pero no volteó.

–Yo no tuve nada que ver con lo de Giovanna –explicó Ingrid con un tono de lamento.

El hombre insignificante permaneció por un momento de pie, en silencio, dándoles la espalda. Después continuó caminando hacia la camioneta.

–Déjenles las máscaras –ordenó–. Quiero saber que se siente ser el villano de la historia y matar a los superhéroes.

lunes, mayo 28

16. DEMÓSTENES

Abrir los ojos. La cabeza adolorida como si la hubieran inflado. Dolor en las muñecas y luego: la inmovilidad. Demóstenes estaba amarrado. De pies y manos en una cama que, por lo demás, era asombrosamente cómoda y suave. Alzó el cuello y miró el dosel y las columnas de caoba, churriguerescas, en medio de una habitación que parecía salida de un catálogo de antigüedades.

-¿Ya despertó el muñequito? —esa voz, sedosa, cachonda: Marla.

Torciendo la cabeza la miró: vestida de cuero negro, con un escote profundísimo. Entallada. El carmín de los labios parecía tener vida propia. El volumen de las piernas contenido por un liguero y una red. Y a juzgar por la postura erguida, unos tacones altísimos que no alcanzaba a ver… hasta que se lo puso encima de la cara: rojos como sus labios. Intentó hablar, pero estaba amordazado.

—No aguantaste nada, cariño —ella se pasó la lengua por los labios—. Vas a probar que el infierno puede ser tan dulce.
—Mpfghhh.
—No digas nada, chiquito. Ya anoche hablaste mucho.

¿Habló? Por más que intentó recordar qué sucedió entre el final de la primera copa de Remy Martin Louis XIII y ahora, sólo había imágenes inconexas: un beso, jadeos y una sensación de ardor en su culo. Los cabos se ataron en seguida: el consintió a las sogas, a la venda en los ojos. Pero en qué estaba pensando. En ese instante al cobrar consciencia de lo sucedido, el culo empezó a dolerle más.

Y ahora, diablos, seguía desnudo.

—¿Verdad que te gusta todo lo que te he estado haciendo?
—¡Mgpfghhh!

¡Cómo algo tan placentero podía doler tanto! Su mamá lo llamaba desde el otro lado del patio escolar. Su mamá hipopótamo. Él seguía jugando futbol. No la escuchaba. Entonces alcanzaba a oír lo que le decía:

—No te llevaste el uniforme, chiquito, estás encuerado.

En efecto, lo estaba. Y sus compañeros se dieron cuenta en ese instante y empezaron a reírse de él. Más porque él tenía una erección. Misma erección que ahora era real y Marla manipulaba con la mano izquierda sosteniendo un cojincito lleno de alfileres.

—Esto te va a doler pero te va a gustar.

Sorpresivamente, de tanta tensión su mano izquierda quedó liberada.

viernes, mayo 25

15. KLIT

El oficial la miró con desprecio.

–Pinche mocosa, estás metida en la mierda hasta el cuello y ni cuenta te das –dijo.

Pero Klit sí se daba cuenta y sabía que cada segundo que pasaba se hundía más.

–¿Puedo ir al baño? –preguntó. La mención de la mierda le dio la idea.

El oficial la observó dubitativo.

–Ve, pero que no se te ocurran ideas. Hoy no estoy de humor para romperle la madre a escuinclas pendejas. El baño está al final del pasillo.

Klit se puso de pie y salió del pequeño cuarto. Afuera había un pasillo con dos puertas. La del fondo, que seguramente era la del baño, y otra. Se dirigió a la otra. Estaba cerrada con llave. Caminó hacia el baño. Era un diminuto cubo de altas paredes. Olía a mierda. Tenía una pequeña ventana, pero estaba muy alta y Klit dudaba que su regordete cuerpo cupiera por ahí. Pero estaba obligada a intentarlo. Se paró sobre la caja del retrete y se extendió tanto como pudo. Era inútil: la ventana le quedaba aún demasiado alta incluso para asomarse. Klit se sentó sobre la taza abatida: sus últimas horas de vida se estaban yendo directamente al caño.

Súbitamente se abrió la puerta del baño y entró un hombre extremadamente delgado, de cara angulosa y traje gris.

–No hay tiempo que perder. Estás en peligro. Tienes que hacer exactamente lo que te diga.

Klit asintió atónita. El hombre sacó de su traje un spray de gas lacrimógeno.

–Toma, guárdalo. Regresa al cuarto y espera unos diez minutos, después aprovechando cualquier descuido del güey que está ahí rocíale esto en la cara. Échale suficiente. Eso lo dejará fuera de combate por unos minutos. En cuanto lo hagas corre hacia la puerta del pasillo. Yo estará ahí esperándote. ¿Entendiste? Vete.
–¿Quién eres? ¿Cómo sé que no me estás tendiendo una trampa para que me acaben de joder?

El hombre la miró profundamente con sus pequeños ojos grises de ave.

–Soy amigo del Conde. Él sabe de la caja y quiere ayudarte.

El hombre salió del baño apresuradamente. Klit se quedó sentada en el retrete, dejando que el profundo hedor a mierda se enmarañara con la confusión que experimentaba en ese momento. El Conde. Estaba anonadada. Había creído que jamás volvería a saber de él. Y tenía razones válidas: la última vez que lo vio estaba tirado en el piso con la mirada hueca. Dany, el atractivo transexual al que dulcemente llamaba novia, eufórico por su fiesta de cumpleaños, había mezclado en sus entrañas diversos estupefacientes obteniendo como resultado una intensa paranoia. Sin que nadie supiera bien a bien cómo había ocurrido, esa noche le había sorrajado tres balazos a quemarropa al Conde. La fiesta se había echado a perder.

miércoles, mayo 23

14. PABLO

—No digas nada y sígueme.
—¿Y el cadáver?
—¡Que no digas nada! Es más… —Pablo sacó de su bolsillo dos máscaras de luchador idénticas.
—¿Qué es…?

Pablo tomó a Ingrid del cuello y la amenazó en voz baja, contenido, muy enojado.

—¡Que te calles! Las órdenes las voy a dar yo. Póntela.

Eran las máscaras del Vándalo Tenebroso. Siempre traía una consigo. Normalmente la usaba para impresionar a Luisín, el hijo de Sarah, su mesera favorita del Café La Blanca. Pero hoy traía otra porque pensaba ir a desayunar ahí al amanecer, antes de irse a acostar. La vería, le haría la plática, ponderaría sus nalgas bajo la falda pistache del uniforme y le regalaría la máscara para que se la diera a su hijo. Nunca pensó usar su máscara en una cuestión policiaca. Se sintió El Santo.

—Vamos a salir de aquí, ¿oquei? —explicó en el mismo tono de voz—. Las necesitamos para que no nos identifiquen. Hay cámaras de seguridad por todos lados.
—¡Pero me va a arruinar el peinado! —dijo Ingrid, pero al ver la mirada fulminante de Pablo, corrigió— ¡Es broma, es broma! —se puso la máscara.

Salieron al pasillo y corrieron hacia las escaleras de emergencia. Al abrirlas, aparecieron dos policías.

—No se muev… —no terminó de hablar el que apuntaba con la pistola, con el puño de Pablo rompiéndole tres dientes.

Le quitó el arma y con esa amagó al otro policía que subió instintivamente las manos.

—Si me siguen, la mato —dijo y puso la pistola en el escote de Ingrid.

Y bajaron por las escaleras de servicio, corrieron por el patio trasero y llegaron al auto. Sorprendentemente, nadie los había seguido hasta ahí. Literalmente aventó a Ingrid en el asiento trasero y el subió al del piloto y arrancó rechinando llantas.

—Dame tu celular.
—¿Qué?
—Que me des tu celular. Ahora.
—Pero ya te lo sabes.
—Hablo del teléfono. ¿El aparato? ¿El móvil?

Ella se lo pasó temerosa. Él lo vio con desdén y lo arrojó por la ventanilla.

—¿Por qué lo hiciste?
—Tu número está registrado en el celular de él.
—Ah…
—¿En tu contrato diste tu domicilio?
—S-sí…
—Carajo. Entonces hoy dormirás conmigo. Y no se te ocurra cobrarme.

13. JONÁS

Seguí escribiendo como loco durante varias horas hasta que la ebriedad me arrojó al abismo del sueño. Un sueño sin sueños, duro, asfixiante, parecido a la muerte o al olvido. Cuando me desperté estaba crudo y de mal humor. Encontré las hojas amarillas apiladas sobre el escritorio. Ni siquiera me tomé el trabajo de leerlas; las tomé como si fueran un pañal sucio y las arrojé al fregadero de la cocina. Las aderecé con un abundante chorro de alcohol y las miré arder con deleite. Unos minutos después sólo quedaban cenizas que el chorro del agua arrastró sin dificultad hacia el drenaje. Ojalá así de fácil se pudiera acabar con todo: con los recuerdos, con los remordimientos, con las expectativas, con el pasado, con el éxito y con el fracaso. Ojalá así de fácil se pudiera acabar con esta mala broma llamada vida.

Bebí un vaso de jugo de naranja que me hizo sentir un millón de agujas incandescentes en el estómago. No me molesté en bañarme o lavarme los dientes; sólo me puse una camiseta limpia y los mismos pantalones del día anterior. Sin dudarlo, tomé mi cámara favorita, la Nikon, pero en cuanto sentí su frío peso muerto en mis manos supe que ella también era parte de todo eso que de pronto parecía demasiado. La regresé al estante donde dormitaba junto a las demás y tomé la Panasonic, una camarita digital de baja resolución que me habían regalado en la contratación del servicio de Internet. Era una mierda. La usaba sólo para eventos sociales y estupideces similares de las que no me interesaba dejar vestigios. Era perfecta para mí en ese momento. La revisé. La pila estaba casi llena y tenía toda la memoria disponible. Podría sacar miles de fotografías antes de que una u otra se terminaran. Guardé la cámara en la bolsa y salí a la calle.

Comencé a caminar sin rumbo; ni por un instante se me ocurrió utilizar el auto. Caminé enérgicamente por horas, como si en realidad tuviera algún lugar al cual dirigirme. A las dos me detuve en un sucio puesto de tacos de guisado, comí tres y bebí una Sangría Señorial. Inmediatamente después continué caminando. No había sacado ni una sola fotografía. Cerca de las siete de la tarde me encontraba en una colonia en la que nunca había estado. Atravesaba un puente peatonal cuando vi que el sol se ocultaba en el horizonte. Era un espectáculo hermoso. No sabía si una puesta de sol así era algo inédito en la Ciudad de México o si jamás me había detenido a verlo. Le tomé una fotografía y bajé del puente. Era momento de empezar a buscar un lugar para pasar la noche.


viernes, mayo 18

12. KLIT

“Perdón, Klit, sé que te acabo de joder la vida, pero no tuve opción. Tal vez para estas horas estaré muerto. Con suerte a ti te irá mejor. El paquete te llegará en unos días. Perdón. No me odies”. Eso decía la primera nota.

Cree que es una broma. Es papel tamaño carta azul. Cyan, pantone 16-4529 TPX. Klit lo sabe de memoria. La caligrafía se le hace conocida.

—Es de un hombre —dice la Guajira.
—Sí, ya sé, pendeja.
—¿De quien crees que sea?

Klit no le contesta. Pero por su cara, la Guajira lo entiende todo.

—No, no mames.
—Casi seguro —Klit está consternada, en su manera rara de consternarse.
—No mames —La Guajira también está consternada, pero por otras razones.
—Es el único. Quién más, güey… Y me lo tenía que mandar así, sin firma. Porque sabe que conozco su letra. ¿Quién más escribía cartas a mano?
—¡Y qué cartas!
—Pero no mames, fue hace años. Yo tenía... ¿Dieciséis?

—¿De dónde sacaste la caja, niña? —la pregunta del oficial la trajo de vuelta al presente, a la sala del MP, a la amenaza.
—Me llegó por correo. Por FedEx —mintió sin dejar de mirar el espejo.
—Eso no es verdad. Ya investigamos.
—Entonces me la dejaron en la puerta de mi despacho.

“No la abras.” Dice el mismo papel azul, ahora pegado a la caja, una semana después, el día en que se lo entregó el viejo conserje del edificio.

—¿Quién lo dejó, Don Cosme?
—Un joven, señito.
—¿Pero cómo era o…?
—Pues así como alto y normal.
—¿Moreno? ¿Güero? ¿De barba?
—Ps sí señito, así güero como usted, güerita.
—Pero yo soy morena.
—Sí, así…

No iba a sacar nada en claro. Luego, en el despacho, ella agita la caja.

—Podemos abrirlo con el cutter. No se va a notar —dice el Ramirito.
—¿Y si explota? —la Guajira está espantadísima
—No mames —Klit mantiene el control.

El cutter secciona delicadamente la cinta adhesiva. Luego desenvuelven el papel manila. Es una caja de zapatos. Dentro hay fotos. Fotos de una niña adolescente, brutalmente golpeada, vestida de prostituta. No hay más explicaciones.

—¡Verga! —nadie entiende nada.

miércoles, mayo 16

11. DEMÓSTENES

El hombre sostuvo el arma con la mano izquierda y utilizó la derecha para atenazar el brazo de Demóstenes y vapulearlo con pasmosa facilidad.

–¿Qué haces aquí, pendejo? –repitió.

Demóstenes no atinaba a responder. Estaba petrificado. Sólo veía el arma agitarse a unos centímetros de él y esperaba –si la lógica de las películas no fallaba– el cachazo en la cara.

–Ya déjalo, Ray –ordenó sin entusiasmo una voz femenina–. Es un amigo.

El guarura lanzó una última y feroz mirada a Demóstenes antes de soltarlo.

–Pues dile a tu amigo que si se vuelve a meter así a la casa puede acabar muy lastimado –gruñó el guarura al tiempo que se daba la vuelta y caminaba hacia una esquina del jardín, donde otro hombre armado, –casi idéntico– sonreía divertido por el episodio.

–Marta –se arriesgó Demóstenes intentando sonreír a la mujer que se acercaba a él. Evidentemente era la mujer que había conocido en el antro, pero ahora se veía diferente: un poco más baja, un poco menos delgada, un poco menos guapa.

–Marla –corrigió ella con gesto de infinito aburrimiento–. Ven, vamos a tomar algo– agregó con naturalidad, como si fueran íntimos amigos de toda la vida. Sin esperar respuesta, caminó hacia el interior de la casa. Demóstenes la siguió sobándose el brazo que parecía estar en llamas.

Caminaron por una monumental estancia pletórica de muebles, cuadros, esculturas y objetos de las más diversas naturalezas. Todos se veían caros y exóticos. Marla se detuvo frente a una larga barra de caoba, tras la que se apreciaba una especie de aparador repleto de botellas de todos los calibres y colores.

–¿Qué quieres? –preguntó ella.

Demóstenes, demasiado impresionado para responder, se limitó a encogerse de hombros. Marla sonrió maliciosamente.

–Ya sé que te voy a dar –dijo al tiempo que servía en dos vasos jaiboleros generosos chorros de una botella etiquetada como Remy Martin Louis XIII.


Demóstenes sonrió y le dio un largo trago al vaso, agradecido de poder ayudar a su sistema nervioso a recuperar el equilibrio. Divertida, Marla miró el nivel del líquido en el vaso e hizo un rápido cálculo mental.

–Te acabas de chingar un traguito como de 500 varos –dijo despreocupadamente y luego agregó entusiasmada:– Ven, vamos a mi cuarto. Vamos a divertirnos un poco.

martes, mayo 15

10. JONÁS

Podrás decir de mí que soy un indolente. Un perfecto proyecto de fracaso. Y sí. Por supuesto. Estoy pedo. Hace media hora, mientras empecé a escribir esta mamada con la que pretendo contar qué demonios me pasó y por qué, empecé a chupar whiskey. Un Catos, que es lo más barato y vil que conozco. Pero no me queda ya casi dinero, así que. A estas alturas ya llevo media botella y ya se siente ese hormigueo caliente en mis belfos. Cachetes.

En qué iba. Les mandé el mail a todos diciéndoles que siempre no. Pero es más complicado que eso. Y que me haya sentado a escribir es mala señal: significa que las cosas no son tan simples de explicar y que uno pretende que después de varias páginas de una historia sórdida, los motivos queden claros.

Porque claro que hay una historia sórdida detrás de esto —por eso bebo—. Uno no abandona una beca en Europa así como así por miedo al éxito. A la realización personal. Ah, me iba a realizar como fotógrafo. Yo me realizo, tú te realizas, ellos se realizan. Pero todos nos la creemos. Ustedes se la creen. Imbéciles.

La clave de todo esto está en una foto que tomé una madrugada de febrero. Una foto que quemé el día en que quise quemar todas las cosas. La foto de una niña de unos doce trece años con la boca hinchada por una golpiza. La niña vestida de prostituta. Los labios abultados. El pelo sucio.

Se la tomé en mi departamento. Una noche que no debió de suceder nunca.

sábado, mayo 12

9. PABLO

Pablo cerró la puerta de la suite, colgó el celular y se acercó sigilosamente al clóset donde había escuchado el timbre.

–Ingrid, soy Pablo, ¿estás ahí?

La puerta del clóset se abrió lentamente. Como en una mala película de terror, de la oscuridad surgió el rostro lloroso de Ingrid. El rímel corrido le daba un aspecto tétrico. Su despampanante belleza había desaparecido.

–Ingrid, ¿qué pasó?

Ella comenzó a balbucear palabras inconexas arrastradas por un mar de lágrimas. Pablo la sacudió.

–Ingrid, tienes que controlarte. Necesitamos mantener la cabeza fría. ¿Qué pasó?

Ingrid asintió en silencio. Sin mediar palabra caminó hacia la salita. Pablo la siguió. Ella se detuvo frente a la televisión y señaló un punto detrás de un sillón. Fue entonces que Pablo lo vio: en el piso se encontraba un hombre ostensiblemente gordo, impecablemente vestido de traje y corbata. Tenía un pequeño orificio de bala en la cabeza.

–¡Mierda! –exclamó el luchador–. ¿Es tu cliente?
Ingrid asintió.
–¿Qué carajos pasó?
–Llegué, lo saludé, me metí al baño para prepararme, como siempre, y de pronto escuché una explosión. Cuando salí no vi a nadie. Empecé a buscarlo y lo encontré ahí, así.
–¿No viste a nadie? ¿Cuánto tiempo pasó entre que escuchaste el ruido y saliste?
–Nada. Unos segundos. No sabía que era un balazo. Creí que se había roto algo o que había explotado el televisor. Sólo se me ocurrió meterme al baño y llamarte.

Pablo resopló pesadamente y enlistó mentalmente los haberes de la jornada: un cadáver recién fabricado, un guardia encabronado, una puta histérica y un asesino quien probablemente aún estaba en el edificio o en la suite. Definitivamente esa era una noche de mierda.

jueves, mayo 10

8. DEMÓSTENES

En la puerta con el número 122 de Bosque de Cipreses había una cámara de video. No la había visto, pero la cámara a él sí. Se apartó rápidamente. Resopló. Quizá ya lo había visto. Quizá sólo esté esperando a que toque el timbre. María, Marta, Marla. Metió la mano a su bolsillo. Ahí estaba el collar que le robó a Lilí. No se lo robó en realidad. Se lo regaló el día de los novios, pero luego ella, tan bruta, lo dejó olvidado debajo de la cama hace como un mes, la vez que cogieron porque la mamá de Demóstenes estaba fuera de la ciudad. No se lo ha devuelto y no lo va a hacer. Ahora va a aplicar el viejo truco de:

—Hola, me diste esta dirección y pues es que dejaste tirado este collar en el piso.
—Ay qué lindo, pero no es mío.
—¡Cómo crees!

Y luego mirarse y besarse y. ¿O qué habría hecho Pablo en una situación como esta? Él es un chingón. Seguro él no necesitaría de un collar ni nada. Nomás con verla, ella caería.

Pero en ese momento se abrió el portón metálico y un Audi A8 negro, que él no había visto ni escuchado, entró a toda velocidad a la casa. Alcanzó a ver a María, Marta, Marla en el asiento de atrás. Corrió y se escabullió dentro antes de que la puerta automática lo dejara afuera. Escuchó cómo cerró por detrás: un ruido metálico, mecánico, que lo dejaba en medio de un jardín perfectamente recortado, delante de una cochera donde el A8 se detenía junto a un Mercedes Benz y una Hummer. Pero por su derecha apareció un hombre de negro, voluminoso, gafas oscuras y un cuerno de chivo en la mano.

—¿Qué haces aquí, pendejo?

lunes, mayo 7

7. KLIT

El oficial la miró con una espesa mezcla de desprecio y deseo, la combinación perfecta para convertir a un simiesco burócrata de cuarta en un simiesco violador de quinta. Klit detuvo el chicle dentro de su boca. Súbitamente su actitud retadora y valemadrista ya no parecía tan apropiada.

Y ahí de repente, sin esperárselo, como todo lo que pasaba en su vida, se dio cuenta. Se dio cuenta de que ya no estaba en la universidad haciéndole la vida miserable a pobres maestros mal pagados o en su casa atormentando a sus padres y hermanos, tribu huérfana de esperanza, de una oportunidad para convertirse en familia. Ahí, en la agencia del Ministerio Público se tambaleaba peligrosamente su perenne impunidad basada en la absoluta incapacidad de sus padres y maestros para pegarle donde le doliera.

Aquí, pensó, sí pueden joderme. Mucho y con mucha facilidad.

Klit también se dio cuenta de que sin saber cómo o cuándo, había dejado que su vida se le escapara de las manos, y como caballo drogado, ahora corría desenfrenadamente hacia un precipicio lleno de picos, serpientes, clavos oxidados y mil y una variantes del dolor.

–¿De dónde sacaste la caja, niña? –preguntó el oficial. Sus ojos perforaban los suyos. Su aliento fétido le taladraba el estómago.

Ella resopló. No tenía la menor intención de ocultar la verdad, pero dudaba mucho que alguien en su sano juicio pudiera creerla. Así que tenía que inventar una historia que resultara creíble, convincente; una historia, que como la de Sherezada, le salvara la vida. Sólo que ella no tenía mil y una noches. Ni siquiera tenía una. Si creía el contenido de la nota azul –y no había razón para no hacerlo–, si no salía de allí antes de las doce de la noche, estaría muerta.

domingo, mayo 6

6. PABLO

Ingrid le había dicho: “Voy a estar en la suite tres.” Quedaba en el último piso. Entró en la recepción. Buscó el elevador.

—Sí, ¿a dónde? —la pregunta venía de un guardia de seguridad caradura. Pablo miraba cómo iban descendiendo los números luminosos: piso ocho, siete, seis…—. Le estoy preguntando a usted. Únicamente los huéspedes pueden acceder a esa área.
—Voy a la suite tres —dudó en responderle, pero por ahora convenía ser amable.
—¿Me da su nombre? Acompáñeme.

Ya no convenía la amabilidad. Podía haberlo hecho según las reglas. Ir a la recepción, hablar con la señorita políglota y uniformada que miraba una computadora y explicarle que. Pero no iba a explicarle nada. Así que le dio la espalda al guardia.

...piso cinco, cuatro…

—¿Qué no me escucha?

...tres, dos, planta baja…

—Le digo que me acompañe —y el guardia lo tocó en el hombro; eso era lo que necesitaba: Pablo le tomó la mano, dio un giro, le tapó la boca antes de que gritara, se abrió la puerta del elevador y lo arrastró consigo. Un ramalazo ardiente en la espalda le recordó su última pelea con el Escorpión Dorado. Pero eso sólo incrementó su furia contra el pobre guardia de seguridad que intentaba ingenuamente liberarse de esa llave inmovilizadora. Una llavecita tan básica, pensó Pablo, y ni de ésta se saben zafar. Oprimió el botón para cerrar la puerta. Ya dentro, se dio gusto. Mientras subía —piso dos, tres, cuatro…— le aplicó la asfixiadora. Es una llave ilegal, pero con la ventaja de que el oponente pierde el conocimiento en tres segundos. Lo recargó contra la pared de forma tal que no cayera al piso. Y ahí lo dejó. Piso ocho.

Siempre había imaginado esta escena, nunca pensó que ocurriría. Alfombra roja, luces tenues, un carrito con los restos de una cena afuera de un cuarto. La suite tres estaba al fondo.

La puerta estaba entreabierta. La abrió de golpe. Silencio. Una salita con la televisión encendida en un canal pornográfico. La cama, detrás de un biombo no parecía haber sido tocada siquiera. Había luz en el baño. Una ventana abierta ondeaba las cortinas. La regadera dejaba caer un hilito de agua. Nada. Tomó su celular y marcó el número de Ingrid. Comenzó a sonar ahí mismo, sordo, apagado. El sonido venía del clóset.

sábado, mayo 5

5. DEMÓSTENES

Demóstenes caminaba las largas calles de las Lomas de Chapultepec en busca de la casa número 122 de Bosque de Cipreses. Llevaba en el bolsillo de su camisa un papel arrugado con el nombre de la mujer: María, Marta o Marla. La caligrafía era ilegible. Además del apelativo estaba su dirección: Bosque de Cipreses #122, Lomas de Chapultepec. Ningún apellido o teléfono. Ningún otro detalle.

Demóstenes la había conocido tres noches atrás en el Helio, un bar de moda al que había ido con un amigo quien se ofreció a pagar el consumo a cambio de que lo acompañara. Sólo de esa manera él podía haber entrado a un lugar así. Y ahí en medio del humo azul, las luces y la música ensordecedora, había aparecido ella. Alta, cabello negro, pechos notables pero no excesivos, piernas largas, ojos verdes presumiblemente falsos, boca dulce, atuendo rigurosamente negro. Lo miró sonriente y le pregunto sin titubeos, ¿tú vienes por la música o por el alcohol? Él contestó sin sonreír, yo por tener la improbable oportunidad de conocer a una mujer como tú. Ella amplió la sonrisa, lo tomó de la mano y lo llevó a la pista. Bailaron un poco. Después se fueron a una esquina y se tomaron un par de tragos diciendo estupideces. Acto seguido comenzaron a besarse rabiosamente. A las dos de la mañana ella anunció que ya se iba. Él, atónito, le preguntó si podía acompañarla. Ella dijo no. Él le pidió su teléfono. Ella respondió que lo acababa de perder y en su casa no le daban los recados. Él, ya profundamente herido por la lanza maléfica del amor, le preguntó cómo podría volver a verla. Ella lo miró por un largo rato como sopesando la conveniencia de llevar ese fugaz romance más allá de las puertas del antro. Finalmente sacó un papel y anotó sus datos. Le dio un beso en la boca y desapareció. Demóstenes se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre.

Levantó la vista. Estaba frente al número 122. Una casa enorme, majestuosa, como la de las películas. Demóstenes se preguntó si en realidad María, Marta o Marla vivía allí. Y si era así, ¿qué esperaba él yendo a ese lugar? Ellos no eran de diferentes clases sociales, eran de distintas especies. Una relación con ella era simplemente imposible. Lo sensato era largarse de ahí y olvidarse de María, Marta o Marla.

Tocó el timbre.

viernes, abril 27

4. KLIT

—¿Por qué le dicen Klit?
La joven no contestaba, tamborileaba en la mesa. Despeinada su cabellera pajiza, el maquillaje corrido. La piel bajo la luz neón se le veía verdosa.
—Contésteme, Susana Díaz Oropeza, ¿por qué le dicen Klit? ¿Es con c o con k?
—No sé. Pon con K. Da igual. Clit. Klit.
—Klit. Con K.
—Sí.
La joven miraba al espejo en la pared, como adivinando quién podría estarla observando desde el otro lado.
—¿Por qué le dicen Klit?
—Por el clítoris —y se rió; mascaba un chicle.
—¿Perdón? —el oficial, de traje viejo, gris, corbata negra, anteojos de profesor; perdió la compostura.

Susana es la primera en quitarse la ropa. La alberca resplandece al sol y arroja reflejos contra su piel dorada. Arroja el bikini al pasto, arrugado —como si al arrojarlo también lanzara lejos su pudor—. Pero el bikini se le queda dibujado en la piel, enmarcando unos blancos senos firmes de chica de 17. Un pubis rasurado. Un pubis rasurado del que sobresalía una pequeña perla rosada. Todos enmudecen.
—¿Qué, putos? —y se rasca una nalga.
La Guajira se quita también la blusa. Sus pechos de niño se contraen con el aire. Se quita la tanga y se para junto a ella. Ríen. Se dan la media vuelta y se tiran a la alberca. Dos explosiones de agua y los gritos:
—¡Ay cabrón! ¡Está helada!
—¡Aaaay!
Eso, muchos de los presentes esa tarde ya no lo recuerdan: sólo se les quedó grabada la imagen de su entrepierna. La pequeña perla rosada. Como si de su pubis asomara un pene diminuto.
—No mames, tiene pito.
—No, pendejo; es un clítoris, como si nunca hubieras visto uno.
—Yo sí güey.
—No mames, pinche Ramirito, si a ti te gustan los hombres.
Los demás se ríen.
—No güey, no seas pendejo.
Los demás se ríen.

La joven, cuando no miraba el espejo en la pared, le sonreía al oficial anteojos de profesor como si pensara en cogérselo. Y repitió:
—Por el clítoris.

jueves, abril 26

3. JONÁS

A los pocos minutos de haber enviado el mail a mis conocidos anunciándoles que había ganado la exuberante beca por la que había luchado durante meses, el teléfono comenzó a sonar. No contesté. No podía. No hubiera podido soportar la avalancha de felicitaciones, enhorabuenas, siempre lo supe, es lo que te mereces, me da muchísimo gusto y similares.

Inexplicable y contradictoriamente tras los primeros minutos de exaltación, habían desaparecido de mi ánimo toda traza de alegría, satisfacción o felicidad. En su lugar, quedaban sólo las ya muy conocidas desazón y melancolía, que inevitablemente acabarían copulando para engendrar una berreante depresión ávida de ser amamantada.

Lo más desesperante era sentirme así sin tener los motivos acostumbrados. Traté de tranquilizarme pensando que tal vez era una cuestión hormonal, quizás producto del exceso de trabajo al que había sometido al cuerpo en los últimos meses. Pero no podía engañarme. Jamás había estado tan seguro de algo: el éxito no sabía tan dulce como prometían. Tenía más bien un gustito acre, grasoso, un poco parecido a la mierda.

Extrañamente ese nuevo tipo de depresión no me causaba la confusión en la que me había sumergido cuando me abandonó Aurora, cuando murió mi padre o cuando no gané las veinte mil becas, concursos y plazas de trabajo a las que aposté. Ésta, al contrario, abría ante mí un camino con una claridad que jamás antes había experimentado.

Regresé a mi computadora y escribí un nuevo mail:

Hola a todos (de nuevo).

Desafortunadamente la celebración tendrá que posponerse. Por problemas burocráticos y de comunicación (no son monopolio de los mexicanos, después de todo), tengo que partir hoy mismo a Frankfurt para realizar trámites inaplazables. Después de eso tendré que continuar mi viaje por Europa. Los llevaré a todos en el corazón.

Le di send y volví a sentir asco. Esta vez lo maticé con largos tragos de vodka con agua mineral.

miércoles, abril 25

2. JONÁS

Yo era Ronaldinho. Yo tenía un influjo magnético sobre el balón. Bien cabrón. Me obedecía. Los demás jugadores caían como efecto de ese campo eléctrico. Pero la cancha medía kilómetros y por más que corría, la portería del Real estaba cada vez más lejos. Creo que tanto magnetismo contravenía las leyes de la física y esas no deben romperse. Por eso, el árbitro pitó una vez, dos veces, una vez más y desperté, me lancé contra el teléfono con odio, todavía no amanecía, pinches borrachos, ¿sí?, ¿diga? Silencio. Iba a colgar, pero una voz en inglés me detuvo. Esa noche hacía un calor espantoso. Las sábanas estaban enredadas en mis piernas. “Mr. Herrero?” Pronunciaba “jerhrerou”. Y en inglés británico, me dijo que hablaba desde Londres. “Yes? I am...” Miré el reloj: eran casi las seis de la mañana. Después dijo algo que no entendí, al parecer se disculpaba por el horario, si era muy temprano en México, o si por el cambio de horario. Como sea, pero entreverado a eso las palabras “scholarship”, “congratulations” “European Photojournal Society”. Así que caí en cuenta. Había ganado. La puta beca. Pinchemil euros en un fideicomismo. Que en un mail que me estaba llegando en este instante me daban más detalle. Me dieron ganas de cagar. Así, súbitas. Dije monosílabos todo el tiempo: yes, don't worry, yes, yes, thanks, no, maybe, yes. Colgué.

Me latía una vena en el cuello. Fui al baño. Dudé si la llamada había sido cierta mientras mis intestinos se aliviaban. Pensé en la escena como una fotografía: un hombre de 35 años, calvo, desnudo, con el cuerpo desvencijado, sentado en el excusado del baño de un edificio viejo delante de una cortina con mujeres desnudas estampadas y la luz de una bombilla sobre el espejo. Todo lo demás a oscuras.

Me levanté y encendí la macintosh. Entré a mi correo. No podía creerlo. Viajaría por el mundo en desarrollo y fotografiaría gente interesante. Artistas. Eso iría a museos de todo el puto mundo. Taschen editaría un libro mamón con mi trabajo. Escribí un mail en tres patadas que decía más o menos así y lo puse a toda mi libreta de direcciones. En una de tantas lo recibiste y te acuerdes:

Hola a todos,

Acabo de ganar una beca impresionante. Me acaba de cambiar la vida. Acabo de despertar. Estoy que no me la acabo. Salgo de viaje a Europa en tres semanas. No regreso en meses. Felicítenme todos. Armemos un reventón donde haya muertos por congestión alcohólica y de estupefacientes.

Le di send. Y me di asco.

1. PABLO

Pablo abrió la puerta trasera del Audi plateado. En el interior, Ingrid, sin el menor asomo de pudor, aspiraba pólvora blanca de un pequeño frasquito. Terminó la operación, guardó el frasco en su diminuta bolsa de lentejuelas y bajó del auto con tranquilidad mientras sacudía de su inmaculado rostro de virgen renacentista los posibles restos del polvo cósmico.

Mientras Pablo cerraba la puerta, Ingrid se alisó el brevísimo vestido blanco que resaltaba al máximo su cuerpo absolutamente perfecto. Miró su carísimo reloj TagHeuer Microtimer White Alligator. Eran las diez en punto.

–Voy a estar en la suite tres, Pablo. Ya sabes, si a las doce no te hablo o bajo, me llamas al celular. Si no te contesto y te digo la clave, entras.

Pablo asintió. Conocía perfectamente la rutina, pero a Ingrid le gustaba repetir las instrucciones cada noche: Pablo tenía que llamarle a las doce para cerciorarse de que ella estuviera bien; si ella no contestaba o le llamaba Juan, quería decir que las cosas no estaban del todo bien y entonces Pablo tenía que entrar a la habitación y rescatarla al precio que fuera. En caso de que ella le comunicara que se encontraba bien, repetirían la rutina cada hora hasta que el servicio terminara. Afortunadamente en los siete meses que llevaba trabajando con ella, nunca había sido necesario recurrir a medidas extremas. Y Pablo esperaba de todo corazón que esa noche no fuera la excepción, porque la pelea con el Escorpión Dorado le había dejado como saldo la espalda y la pierna izquierda seriamente adoloridas.

Ingrid le regaló una celestial sonrisa y comenzó a caminar hacia la puerta del exclusivo hotel. Él se recargó sobre el Audi y miró el apoteósico trasero de su jefa mecerse cadenciosamente. Le resultaba totalmente comprensible que un hombre rico pagara cantidades exorbitantes por estar con ella unas horas. Si él fuera millonario sin lugar a dudas lo haría. Frecuentemente. Pero faltaba mucho para que lo fuera. Tres o cuatro vidas, por lo menos. Así que por lo pronto lo único que podía hacer era estar agradecido por tener un empleo bien remunerado y que le permitía estar cerca de una mujer como Ingrid. Y lo único que requería era que permaneciera despierto y alerta toda la noche.

Por eso Pablo no se metía al auto; para no adormilarse. Prefería pasar el tiempo recargado contra el vehículo repasando en la pantalla de su cabeza todas sus peleas. Las veía una y otra vez analizando cada detalle, cada error, cada acierto. Y estaba seguro de que eso eventualmente lo convertiría en un mejor luchador.
Pero esa noche sólo le alcanzó para recordar una sola caída de la pelea contra el Terror Negro. A las diez y media sonó el celular. Era Ingrid. Estaba llorando.

–Pablo, esto ya se jodió. Necesito que me ayudes.

Pablo tragó saliva: Ingrid no lloraba fácilmente y era muy mesurada en sus expresiones. No había razón para no creer que en realidad eso ya se había jodido.