jueves, abril 26

3. JONÁS

A los pocos minutos de haber enviado el mail a mis conocidos anunciándoles que había ganado la exuberante beca por la que había luchado durante meses, el teléfono comenzó a sonar. No contesté. No podía. No hubiera podido soportar la avalancha de felicitaciones, enhorabuenas, siempre lo supe, es lo que te mereces, me da muchísimo gusto y similares.

Inexplicable y contradictoriamente tras los primeros minutos de exaltación, habían desaparecido de mi ánimo toda traza de alegría, satisfacción o felicidad. En su lugar, quedaban sólo las ya muy conocidas desazón y melancolía, que inevitablemente acabarían copulando para engendrar una berreante depresión ávida de ser amamantada.

Lo más desesperante era sentirme así sin tener los motivos acostumbrados. Traté de tranquilizarme pensando que tal vez era una cuestión hormonal, quizás producto del exceso de trabajo al que había sometido al cuerpo en los últimos meses. Pero no podía engañarme. Jamás había estado tan seguro de algo: el éxito no sabía tan dulce como prometían. Tenía más bien un gustito acre, grasoso, un poco parecido a la mierda.

Extrañamente ese nuevo tipo de depresión no me causaba la confusión en la que me había sumergido cuando me abandonó Aurora, cuando murió mi padre o cuando no gané las veinte mil becas, concursos y plazas de trabajo a las que aposté. Ésta, al contrario, abría ante mí un camino con una claridad que jamás antes había experimentado.

Regresé a mi computadora y escribí un nuevo mail:

Hola a todos (de nuevo).

Desafortunadamente la celebración tendrá que posponerse. Por problemas burocráticos y de comunicación (no son monopolio de los mexicanos, después de todo), tengo que partir hoy mismo a Frankfurt para realizar trámites inaplazables. Después de eso tendré que continuar mi viaje por Europa. Los llevaré a todos en el corazón.

Le di send y volví a sentir asco. Esta vez lo maticé con largos tragos de vodka con agua mineral.

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