miércoles, mayo 23

13. JONÁS

Seguí escribiendo como loco durante varias horas hasta que la ebriedad me arrojó al abismo del sueño. Un sueño sin sueños, duro, asfixiante, parecido a la muerte o al olvido. Cuando me desperté estaba crudo y de mal humor. Encontré las hojas amarillas apiladas sobre el escritorio. Ni siquiera me tomé el trabajo de leerlas; las tomé como si fueran un pañal sucio y las arrojé al fregadero de la cocina. Las aderecé con un abundante chorro de alcohol y las miré arder con deleite. Unos minutos después sólo quedaban cenizas que el chorro del agua arrastró sin dificultad hacia el drenaje. Ojalá así de fácil se pudiera acabar con todo: con los recuerdos, con los remordimientos, con las expectativas, con el pasado, con el éxito y con el fracaso. Ojalá así de fácil se pudiera acabar con esta mala broma llamada vida.

Bebí un vaso de jugo de naranja que me hizo sentir un millón de agujas incandescentes en el estómago. No me molesté en bañarme o lavarme los dientes; sólo me puse una camiseta limpia y los mismos pantalones del día anterior. Sin dudarlo, tomé mi cámara favorita, la Nikon, pero en cuanto sentí su frío peso muerto en mis manos supe que ella también era parte de todo eso que de pronto parecía demasiado. La regresé al estante donde dormitaba junto a las demás y tomé la Panasonic, una camarita digital de baja resolución que me habían regalado en la contratación del servicio de Internet. Era una mierda. La usaba sólo para eventos sociales y estupideces similares de las que no me interesaba dejar vestigios. Era perfecta para mí en ese momento. La revisé. La pila estaba casi llena y tenía toda la memoria disponible. Podría sacar miles de fotografías antes de que una u otra se terminaran. Guardé la cámara en la bolsa y salí a la calle.

Comencé a caminar sin rumbo; ni por un instante se me ocurrió utilizar el auto. Caminé enérgicamente por horas, como si en realidad tuviera algún lugar al cual dirigirme. A las dos me detuve en un sucio puesto de tacos de guisado, comí tres y bebí una Sangría Señorial. Inmediatamente después continué caminando. No había sacado ni una sola fotografía. Cerca de las siete de la tarde me encontraba en una colonia en la que nunca había estado. Atravesaba un puente peatonal cuando vi que el sol se ocultaba en el horizonte. Era un espectáculo hermoso. No sabía si una puesta de sol así era algo inédito en la Ciudad de México o si jamás me había detenido a verlo. Le tomé una fotografía y bajé del puente. Era momento de empezar a buscar un lugar para pasar la noche.