domingo, mayo 6

6. PABLO

Ingrid le había dicho: “Voy a estar en la suite tres.” Quedaba en el último piso. Entró en la recepción. Buscó el elevador.

—Sí, ¿a dónde? —la pregunta venía de un guardia de seguridad caradura. Pablo miraba cómo iban descendiendo los números luminosos: piso ocho, siete, seis…—. Le estoy preguntando a usted. Únicamente los huéspedes pueden acceder a esa área.
—Voy a la suite tres —dudó en responderle, pero por ahora convenía ser amable.
—¿Me da su nombre? Acompáñeme.

Ya no convenía la amabilidad. Podía haberlo hecho según las reglas. Ir a la recepción, hablar con la señorita políglota y uniformada que miraba una computadora y explicarle que. Pero no iba a explicarle nada. Así que le dio la espalda al guardia.

...piso cinco, cuatro…

—¿Qué no me escucha?

...tres, dos, planta baja…

—Le digo que me acompañe —y el guardia lo tocó en el hombro; eso era lo que necesitaba: Pablo le tomó la mano, dio un giro, le tapó la boca antes de que gritara, se abrió la puerta del elevador y lo arrastró consigo. Un ramalazo ardiente en la espalda le recordó su última pelea con el Escorpión Dorado. Pero eso sólo incrementó su furia contra el pobre guardia de seguridad que intentaba ingenuamente liberarse de esa llave inmovilizadora. Una llavecita tan básica, pensó Pablo, y ni de ésta se saben zafar. Oprimió el botón para cerrar la puerta. Ya dentro, se dio gusto. Mientras subía —piso dos, tres, cuatro…— le aplicó la asfixiadora. Es una llave ilegal, pero con la ventaja de que el oponente pierde el conocimiento en tres segundos. Lo recargó contra la pared de forma tal que no cayera al piso. Y ahí lo dejó. Piso ocho.

Siempre había imaginado esta escena, nunca pensó que ocurriría. Alfombra roja, luces tenues, un carrito con los restos de una cena afuera de un cuarto. La suite tres estaba al fondo.

La puerta estaba entreabierta. La abrió de golpe. Silencio. Una salita con la televisión encendida en un canal pornográfico. La cama, detrás de un biombo no parecía haber sido tocada siquiera. Había luz en el baño. Una ventana abierta ondeaba las cortinas. La regadera dejaba caer un hilito de agua. Nada. Tomó su celular y marcó el número de Ingrid. Comenzó a sonar ahí mismo, sordo, apagado. El sonido venía del clóset.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buen relato, en verdad te mete en la historia y no uedes dejar de leerla, felicidades.... Saludos

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